No sin esfuerzo logró soportar las cosas de su tiempo, esas que le resultaron tan ajenas, tan extrañas y que sin embargo se esmeró en considerar propias a través de innumerables líneas imbricadas de metáforas y comparaciones.
Visitó jardines sin mirar flores ni plantas y entró en laberintos de los que salió sin necesitar de ningún hilo mitológico. Y esto no porque sus ojos agónicos no lo pudieran ayudar, sino porque era amo de universos mágicos creados a base de signos estampados en pieles de felinos, en la inapreciable vida interior de figuras que deambulan esclavizadas por un dios sobre sesenta y cuatro casillas, en repetidos duelos de filosos aceros a los que nos les importa el dueño.
También manejó historias lejanas contadas por arenas, palimpsestos, sabios y filósofos que la memoria de los tiempos ya no registra. Invirtió la sustancia de muchos relojes, por supuesto, recorriendo anaqueles donde pululan páginas que escriben constantemente una historia que necesite ser leída y de las cuales robó confesamente mucho de lo que llevó a la tinta.
Se apropió de un vasto abolengo que se esparcía por geografías de caprichosos matices: runas, batallas, mapas, dialectos y algunos crímenes conformaban sus apellidos pasados, de los que terminó sin remedio alardeando como buen orillero cosmopolita. Cantó algunas bajezas de nuestra historia, disfrazó valentías en extraños, les puso cualidades a aquellos que a veces cierta literatura olvida y no cedió a la tentación de convertirlos en héroes.
Desconfió acertadamente de casi todas las popularidades: deportivas, políticas y por supuesto artísticas y llegó a ser casi inimputable para la justicia de su época. Su boca dijo algunas cosas incómodas e inapropiadas, pero su mano vuelve a resurgir en las cargas de lanceros, en las precisas rimas en seis cuerdas, en la permanente fundación de una ciudad a veces tan difícil de entender como él. Cultivó varias lenguas, en las que intentó descubrir algunas verdades.
Arrastró amistades, pero abominó de espejos, de inmortales desesperados y de iglesias vanas. Sí apreció la compañía de algunas mujeres con las que repartió cartel en algunas tapas.
Su madre fue su familia junto a nórdicos, animales fabulosos y tigres que al principio daban miedo allá en Ginebra y que compartieron ya en confianza su patio en un suburbio más al sur y que volvieron con él a ese punto de partida, como siendo una más de sus historias.
Confesó haber cometido un solo pecado, pero tal vez no sea él sino el otro, o los otros que viven en él.
La Vena N° 54 –setiembre 2012
Oscar Dante Irrutia – Las Heras
Ensayo para el Libro Policronías 3